Lucas 15.11-32
En el tiempo de Jesús, se utilizaban tres palabras griegas
para expresar “amor”: eros (intimidad física), filia (amistad) y ágape (el
fruto producido por el Espíritu Santo, como aparece en Gálatas 5.22, 23).
Nuestro Padre celestial cuida de nosotros con amor ágape, y para llevarnos a
una relación correcta con Él, sacrificó a su Hijo (1 Jn 4.10).
La parábola del hijo pródigo nos da un buen ejemplo de este
tipo de amor. El ágape es evidente en nuestra vida cuando:
Reaccionamos serenamente ante las dificultades. Frente a la
prematura exigencia del hijo de su parte de la herencia, el padre no respondió
con palabras de enojo. Aunque debió haber sufrido, calló y no tomó represalias.
Con serenidad podía pensar más claramente y optó por amar a su hijo (1 Co 13.4,
5).
Renunciamos sin quejarnos. Aunque sabía que su hijo estaba
tomando un rumbo desastroso, el padre satisfizo la petición. Al hacerlo, optó
por el camino del amor, dirigiendo sus esfuerzos a la preservación de su
relación.
Esperamos con paciencia. Por el profundo amor que sentía por
su hijo, permitió que éste se marchara y se mantuviera alejado. ¡Qué dolor
debió haber sentido el padre! Sin embargo, se mantuvo esperanzado, y esperó que
el joven reconociera que el pecado no da buenos resultados. Esta paciente
respuesta es posible solo por medio del amor ágape (1 Co 13.4).
La obra del Espíritu Santo en nuestra vida nos capacita para
demostrar entrega abnegada en favor del bien de otra persona. De esa manera,
nos convertimos en personas que reaccionan con calma, paciencia y sin quejarse.
¿Qué clase de impresión da usted a los demás? ¿Humana o divina?
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