2 Crónicas 20.12
Si usted ha experimentado una tormenta con otras personas,
sabe que no todo el mundo reacciona de la misma manera.
Imagínese una fiesta en el patio de una casa donde todos los
invitados se están divirtiendo, pero después el viento comienza a soplar con fuerza.
La temperatura baja, el cielo se oscurece y el olor a lluvia se siente en el
aire. Todo el mundo corre para meterse a la casa. Y justo cuando la última
persona entra, los cielos se desatan. En el interior de la casa, la gente se
apiña formando grupos. Un grupo está junto a la ventana, dando gritos de
asombro y admiración por los truenos y los relámpagos. En un sofá, otros se
abrazan o se cubren los oídos; en otro grupo, algunos saltan y se estremecen
con cada trueno. Pero en otro grupo están conversando y parecen completamente
ajenos al clima. ¿No es esta una imagen de las diferentes maneras de reaccionar
ante las tormentas de la vida?
Cuando se trata de las perturbaciones que enfrentamos,
nuestras reacciones pueden tener un impacto significativo más adelante. Algunas
personas lo hacen de buena manera y salen fortalecidas, mientras que otras
quedan destrozadas por el problema.
Lo que explica la diferencia en cuanto a nuestra reacción es
la visión que tenemos de Dios. Si lo vemos como nuestro amoroso Padre
celestial, entenderemos que Él tiene el mejor plan para nuestra vida, aunque el
camino sea a través de aguas turbulentas. Pero si consideramos a Dios un
obstáculo para los objetivos que nos hemos fijado, perderemos sus bendiciones.
Las tormentas son inevitables en la vida. Cuando nos llegue
una, lo más sabio que podemos hacer es clamar al Señor.
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