Colosenses 2.13, 14
La humanidad tiene una gran deuda. En el mundo físico,
nuestro deseo de tener un nivel más alto de vida y más “cosas” ha llevado a
saldos excesivos en las tarjetas de crédito y a hipotecas difíciles de manejar.
El peso de lo que debemos puede producirnos noches agitadas y la sensación de
que estamos atrapados. Anhelamos que alguien nos rescate del lío en que
estamos.
Sin embargo, el endeudamiento material no es nuestro mayor
problema. Es nuestra deuda de pecado. Todos nacimos con una naturaleza carnal
que nos lleva a rebelarnos contra el Señor. Nuestra rebeldía es una afrenta a
su naturaleza santa, por lo cual hemos contraído una deuda con Él. Hasta que se
pague esta deuda, estamos bajo el justo juicio de Dios, y separados de Él
espiritualmente (Ef 2.1, 2). El problema es que no podemos pagar lo que
debemos. Ninguna cantidad de buenas obras, de sacrificios o de devoción
religiosa disminuirá lo que debemos.
Por tanto, Dios, por su gran misericordia, envió a su Hijo
para salvarnos. Jesucristo dejó el cielo y toda su gloria para poder venir al
mundo a vivir y morir por nosotros (Fil 2.6, 7). Aunque el costo para nuestro
Salvador fue enorme, Él voluntariamente pagó el castigo que merecíamos. Tomó
sobre sí mismo nuestros pecados, los llevó a la cruz, y canceló nuestra deuda
en su totalidad. ¡Aleluya!
Cuando recibimos a Jesús como nuestro Salvador, su obra
expiatoria es acreditada a nuestra cuenta. Nos convertimos en hijos de Dios y
coherederos con Cristo —pasamos de ser deudores a herederos (1 P 1.3, 4).
Permita que el sacrificio que Él hizo en la cruz, impregne su mente, actitudes
y decisiones.
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