Una Jornada que Dura Toda la Vida
Una vez se haya sentado una fundación espiritual sólida,
podemos crecer en la nueva vida que Dios nos ha prometido. La Biblia le llama a
esto “madurar en Cristo”. Y como yo mismo puedo dar fe, es un proceso que dura
toda la vida.
El propósito de Dios es que los nuevos creyentes nos
convirtamos en personas distintas. Estamos “en proceso de construcción”.
Estamos siendo transformados desde adentro hacia afuera. El arquitecto
principal de estos cambios es Dios mismo. Como un Padre amoroso que es, Él
acude a nuestro lado para dirigir personalmente nuestro crecimiento.
Por lo que he experimentado, y he podido observar en otros,
surgen unos nuevos patrones de conducta drásticamente nuevos. Cambian los
hábitos dañinos. Las actitudes, los pensamientos y la manera de hablar pasan a
un nuevo nivel. Las motivaciones son sometidas a escrutinio. Nos preguntamos:
“¿Por qué habré hecho eso?” Dios nos enseña a comportarnos de manera diferente,
y nosotros seguimos adelante.
El proceso continúa. El egoísmo cede el lugar al servicio.
Las relaciones con los demás son restauradas. Disminuyen la amargura, la
envidia, los celos y los odios a medida que aumenta el amor. Experimentamos una
nueva dimensión del gozo. No de un día para otro, pero sí de manera constante y
progresiva. Se producen unos ajustes profundos. Entonces nos damos cuenta de
que es cierto: somos realmente unas criaturas nuevas, porque Cristo está
viviendo en nosotros. Muy pronto, estos cambios internos se vuelven visibles.
El nuevo creyente quiere reunirse con otros que también tienen su fe puesta en
Cristo. No estamos solos. Así se forman nuevos lazos de confianza, amor y
respeto mutuo.
La Biblia, la Palabra inspirada de Dios para nosotros, se
convierte en una nueva amiga, ahora más relevante y comprensible. Nos encontramos
con el Espíritu Santo, la presencia de Jesús mismo que habita en nosotros.
Descubrimos que Él es un guía increíble, si le damos acceso.
Ahora bien, nuestra nueva relación trae consigo unas
restricciones necesarias. No se trata de que “todo sea permitido”, porque vemos
que nuestro Dios es un Dios santo. Lo debemos honrar, reverenciar y obedecer.
Cuando aceptamos las elevadas normas que Él ha establecido para nosotros,
comprendemos que son para beneficio nuestro. De hecho, todo cuanto Él nos
proporciona y hace por nosotros, es para nuestro propio bien.
Nuestra nueva vida en Cristo no es una vida de éxitos
continuos. Hay nuevos desafíos. Los viejos hábitos y las viejas relaciones no
cambian con facilidad. Surgen los conflictos. Hasta hay fuerzas espirituales
que se nos oponen. Dudamos. Nos desalentamos.
Sin embargo, las cosas son distintas. No estamos solos.
Hemos entrado en una alianza nueva y viva con Jesucristo. Él nos guía. Nosotros
lo seguimos. Nuestra fe está puesta sobre un fundamento nuevo, y ese fundamento
es Cristo. Las palabras que Él nos dirige son maravillosas y tranquilizadoras:
“Nunca te dejaré; jamás te abandonaré” (Hebreos 13:5).
Con el tiempo, esa vida transformada causa un impacto en
todo lo que somos y hacemos. Recuerde la relación que tenía Adán con Dios antes
de la caída. ¿Acaso el Señor no querría ver restaurada esa clase de comunión,
incluso en nuestro trabajo?
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