Romanos 12.1-3
Cuando una persona pone su fe en Jesucristo se convierte en
un nuevo creyente y es santificada, es decir, apartada para el propósito de
Dios. A diferencia de la salvación, que tiene lugar en un instante, la
santificación es un proceso que dura toda la vida. Quienes somos seguidores del
Salvador debemos dejar que el Espíritu Santo controle nuestra vida. Si es así,
ahora mismo estamos siendo santificados, no importa lo que podamos sentir o
cómo parezcan nuestras acciones a los demás. Dicho en otras palabras, estamos
madurando de manera progresiva en nuestra fe.
Si estamos progresando, debemos estar esforzándonos hacia el
logro de algo. El apóstol Pablo explicó la misión del cristiano: “Porque a los
que [Dios] antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos
conformes a la imagen de su Hijo” (Ro 8.29). Nuestro carácter, conducta y
conversación deben ser reflejos de Cristo, quien vive en nosotros. Dejados por
nuestra cuenta, pondríamos demasiado énfasis en la conducta y nos ocuparíamos
de reglas y ceremonias que parecen cristianas, sin reflejar verdaderamente a
Cristo. Pero Dios ha dado a cada creyente el Espíritu Santo como maestro y
guía. El Espíritu trabaja para transformar nuestra mente y corazón, de modo que
hablemos y actuemos de acuerdo con nuestra verdadera identidad: de hijos de
Dios.
Nuestro Padre celestial quiere que seamos ejemplos vivientes
de Él. Dios no espera perfección; sabe que no podemos estar totalmente
apartados del pecado. Pero nos ha dado a Su Espíritu Santo que mora en nosotros
para que seamos guiados por El y no por la carne. Nos enseña cómo pensar y
actuar para que podamos “[andar] como es digno de la vocación con que [fuimos]
llamados” (Ef 4.1). Romanos 8:14 Porque
todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios.
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