viernes, 4 de septiembre de 2009

El amor de Dios

Era la mañana de un festival. A una hora temprana
los aldeanos se habían congregado en el campo.
Sobre ellos las cumbres de los Alpes se elevaban en
grandiosa majestad. Los alegres niños estaban
jugando en grupos, cuando un fuerte grito llamó la
atención de todos. Un águila de la montaña se había
precipitado repentinamente y, para horror de los
que allí estaban, se elevó con un niño que luchaba
por soltarse de sus garras. En medio del terror y confusión,
transcurrió algún tiempo sin saberse quién era, y un profundo
gemido se escuchó de la multitud cuando se supo que era un
hermoso niño, el único consuelo de una viuda. “¡Mi hijo!
¡mi hermoso niño!” exclamaba, mientras se retorcía las manos
en agonía, y con los ojos llenos de lágrimas observaba el vuelo
del ave poderosa, mientras que el pastor procuraba en vano
consolarla. Algunos montañeses instantáneamente se lanzaron
hacia los peñascos, y todo ojo los siguió mientras ascendían
lentamente. Al fin, al desaparecer el águila, más allá del abrupto
precipicio, se vio que se detuvieron y todos con excepción
de dos abandonaron la tentativa. Al fin, como se elevaban
peñascos sobre peñascos, dejaron la lucha desesperada, y un
gemido de los espectadores manifestaba que toda esperanza
había desaparecido. Con el rostro lívido por la desesperación,
la mirada sobre el precipicio, la madre había yacido inmóvil
hasta entonces; pero cuando vio que los perseguidores se
detenían, con un grito de agonía se lanzó por el ascenso que
era casi perpendicular. Arriba, aún hacia arriba, siguió por su
peligroso camino, hasta ganar el punto que parecía desafiar
ya el avance, y allí los peñascos se elevaban mucho, y
amenazadores ante ella; pero donde el esfuerzo fracasó en
otros, ella, impulsada por el amor, invocó toda su fuerza, y
sin detenerse ante el peligro, sus pies descalzos y tiernos se
cogían del liquen, y prosiguió hacia arriba con la admiración
y terror de los espectadores. Una y nada más una vez,
se detuvo a mirar hacia abajo. A medio camino hacia la
cumbre, ¡qué vista tan sorprendente y hermosa
contemplaron sus ojos! Allá abajo del valle tortuoso había
una densa masa de seres humanos. Ninguno estaba en pie,
ni una cabeza cubierta, sino que los señores, jóvenes y
niños estaban arrodillados en férvida súplica, a la vez que
de la aldea el repique de la campana resonaba en su oído,
llamando a los habitantes vecinos a unirse en la oración.
Al fin llegó a la cumbre y para su gozo indecible vio a su
niño aún con vida en el nido. En ala rápida el águila giraba
alrededor en circulo más arriba que ella. Coger al niño,
asegurarlo en su seno y atarlo a ella con su chal fue
cuestión de un momento. Encomendándose al Padre
amoroso, tornó a descender. Temerario había sido
el ascenso, pero más temible y peligroso parecía el
descenso. Al llegar al lugar dificultoso con el cerebro
aturdido y con el corazón desvanecido, se detuvo,
estrechando a su niño a su seno con estremecimiento.
En ese momento su oído escuchó el balido débil de
una cabra, guiando a sus cabritos por otro lado. Con
una gratitud indecible hacia Dios, cruzó para descender
por ese camino antes desconocido, y escuchó los gritos
distantes de gozo de los aldeanos allá abajo.
Pronto estuvieron a su lado fuertes brazos y estaba
salva con su hijo. El amor le había llevado a la altura
donde los escaladores de los Alpes no habían podido
subir. Sin embargo, se nos dice que el amor de Dios
va más allá.

Isaías 55:9; 49:15.

¿Se olvidará la mujer de lo que dío a luz,
para dejar de compadecerse del hijo de
su vientre? Aunque olvide ella, yo
nunca me olvidare de ti.

dice Dios.

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